Comentario
La decidida oposición al Manierismo romano, cuya disolución había empezado hacia 1580, no se gestó en Roma, sino en los núcleos culturales y artísticos septentrionales en donde nacieron y se formaron tanto Carracci como Caravaggio. En sus inicios, la cuestión vino marcada por la política sobre las imágenes sagradas planteada por la Iglesia postridentina, empeñada en hallar un lenguaje visual más elocuente, claro y directo que el manierista, capaz tanto de suscitar la realidad como de hacer bullir los efectos. Este empeño, centrado allá por 1550 en un riguroso control ideológico de las representaciones sacras, pronto se convertiría en una propuesta estética y estilística.Aunque precedida por posturas de claro moralismo dogmático (como, G. A. Gilio, "Diálogo... degli errori e degli abusi de'pittori circa l'istorie", 1564), la primera propuesta de cambio figurativo se dio en la segunda mitad del Estado de la Iglesia después de Roma: Bolonia, foco estratégico-comercial e influyente ciudad universitaria. Allí, agotada la vía renacentista, la figuración pictórica se separó precozmente de las formas romanas, incitada por una tradición devota que, ante la crisis manierista y el envite contrarreformista, desembocó en la busca de nuevas salidas lingüísticas y figurativas. Precisamente, de mano de su arzobispo, cardenal Gabriele Paleotti, surgiría el "Discorso intorno alle immagini sacre e profane" (1582). El teólogo boloñés no da recetas prácticas ni reglas formales, sino que argumenta sobre la edificación devocional como meta de la actividad artística y señala las pautas de control para la formación de un código figurativo ortodoxo, instando a los artistas a que clarifiquen su lenguaje formal y se esfuercen en lograr una figuración sencilla e íntima de la belleza, más elocuente, que mueva el ánimo y someta la voluntad a la fe por el deleite visual.Lo más sugestivo y original de su argumento es que, antes de que en pleno Seicento la clave de todo fenómeno artístico, religioso o laico fuese dada por la retórica, Paleotti hiciera equivaler pintura con oratoria, al afirmar que, "así como los oradores tienen por oficio deleitar, enseñar y conmover, también los pintores de imágenes sacras, que son como teólogos mudos, deben obrar lo mismo". Aparte del parangón, que convierte al pintor en teólogo mudo, al que se confiaba la elaboración de las figuraciones sacras (lo que no niega la figura intelectual del iconógrafo), Paleotti también propugnó la imitación de la verdad como el camino más idóneo para el logro de la perfección formal: el artista deberá intentar no sólo mantener el decoro y la propiedad del asunto, sino "acompañar su obra con aquellas cosas que más suelen deleitar a los ojos populares, entre otras procure que aquello que quiera representar imite vivamente la verdad, de tal forma, si es posible, que mantenga engañada su vista con la semejanza".